El poder del amor.
20:25
Nacemos sin prejuicios, sin etiquetas, sin ningunos valores. Nacemos libres, sin poder caminar en ese preciso momento, pero libres de todos modos. Nacemos sin responsabilidades, sin tapujos, sin listas de prioridades. Nacemos, en un mundo donde con el paso de los años, algo tan importante como el amor es relegado a un segundo plano -Siendo optimistas con esta valoración-.
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Nací libre, en un hogar donde me sentía feliz, donde respiraba paz y tranquilidad. Nací en un mundo donde todos me veían demasiado ingenua, donde los niños eran niños, jugaban, amaban, hacían de las suyas, lloraban, en definitiva, donde no había presiones, la única tarea era soñar, imaginar, crear, disfrutar...
No era de esas niñas que tenían novios en el colegio, disfrutaba saciando mi sed de romanticismo con mis Barbies y un pobre Ken que sufría mi curiosidad y mis enfados. Veía a los mayores cogidos de la mano, chicos y chicas jóvenes que se sonreían, que se cogían tímidos de la mano, que se besaban y recuerdo esbozar una sonrisa ante ese sentimiento tan puro que pocas veces he visto y sentido.
Era una niña que siempre decía lo que pensaba, incluso cuando su madre le ponía cara de >>Ten cuidado con lo que dices si no quieres que hablemos más tarde seriamente<<, veía a personas solteras y me preguntaba por qué no querían tener a alguien a su lado, me cuestionaba su felicidad, como si pudiese colarme en la mente de esas personas y saber realmente lo que pensasen. Crecí y descubrí que no todo era tan fácil, que a veces el amor no bastaba, que el amor no perduraba para siempre como nos hacían creer en los cuentos infantiles y que las parejas discutían y dejaban de hablarse. Descubrí que el orgullo es muchas veces el fatal asesino del amor, que en muchas ocasiones todo se hubiese arreglado si una de las dos partes hubiese hablado, pero parece que nosotros mismos boicoteamos nuestra felicidad. Como si fuese algo prescindible.
Recuerdo que me gustaba algún que otro chico en el instituto, era tímida, no necesariamente guapa, y mi piel blanquecina dejaba paso a unas mejillas rojas cuan manzanas cada vez que veía a esos chicos. Crecí viendo películas románticas, esas que todos calificaríamos como películas insulsas, palomiteras, donde el argumento es simple y en bastantes ocasiones roza lo absurdo. Un chico conoce a una chica, alguna fatídica casualidad les impide desarrollar su amor, uno de los dos se da por vencido y el otro da todo lo que está y no está en su mano para poder conseguir un final feliz, al final todo se resuelve bien y disfrutan juntos su amor. Cuando empecé a leer, lo hice, como no podía ser de otra manera, con novelas románticas, cuando empecé a escribir lo hice con esa base y mi fantasía. Desarrollaba todo lo que quería ser, la clase de amor que quería, cómo sería mi príncipe azul, dónde me casaría, qué clase de fatídicas desdichas se interpondrían en nuestro camino, y nuestro final feliz.
Recuerdo la película The wedding planner protagonizada por Jennifer Lopez y Mattew McConaughey, tenía 12 años cuando la vi y ahí fue cuando decidí que me casaría, y no con una persona cualquiera, si no con aquella que supiese que es el definitivo, mi amor verdadero, mi alma gemela.
Hagamos un poco de avance en la línea de tiempo y situémonos en el año 2009, cuando tenía 14 años, toda la vida por delante como diría mi abuela y en la cabeza sólo tenía mis ideas románticas y un corazón rojo y brillante, como si hubiese sido pintado con el Crayola más resplandeciente de toda la caja. Entonces le conocí, no puedo decir que fue lo que me enamoró de él, aunque, y esto es algo que no había reconocido hasta hace poco, dudo que en algún momento hubiese sentido algo cuya definición fuese ''enamoramiento'. Nuestra historia comenzó como la mayoría de historias, chico y chica no se conocen, uno da el paso de hablar con el otro, comienzan a conocerse, se gustan, inician una relación y el resto depende de sus actos. Con esta edad es cuando más fea me veía, siendo baja en comparación con mis amigas y compañeras, pálida y con un rubio a base de mechas por el que la gente se metía conmigo, unas gafas que me quedaban muy mal, unos dientes torcidos que intentaba esconder tratando de no sonreír, siendo tímida y no teniendo historias amorosas en comparación con mis amigas, que se burlaban de ese hecho y comentaban cada sábado sus aventuras.
Vivimos algo que consideré mágico los cuatro primeros meses, yo permanecía ensimismada la mayor parte del tiempo, todo lo que ocurría a mi alrededor me parecía menos malo, y era feliz, hasta que cometí un error. Mis amigas me decían que besar a otros chicos no era malo, las revistas que leía que la infidelidad -así de seria la palabra- se superaba fácilmente y que era algo necesario. Besé a un chico que no me gustaba, lo hice para ser considerada la líder entre mis amigas y se lo conté, todo cambió ahí, él no era el mismo, yo no era la misma y por tanto, nada sería igual.
Crecí con la idea de que había hecho mal, que sería no habría nadie como él -A pesar de que nunca hizo nada por mi-, que él era mi amor verdadero y acabaríamos teniendo nuestro final feliz porque era nuestro destino. Conocí a otros chicos, nunca veía a nadie suficiente, tampoco me interesaba por conocerles, tenía miedo al rechazo, a sufrir, al desamor, al vacío.
Pasaron los años, yo cumplí 18 años y había llegado un punto en que dije basta, ya no era aceptable mi vida, mi forma de ver el amor y mis actos. No estaba bien darle falsas esperanzas a alguien que nunca sería capaz de conquistarme, no estaba bien rebajarme y llegar a perder la dignidad por alguien que aparecía de cuando en cuando, como si quisiese comprobar que yo aún era suya, como si fuese bueno para ambos, no estaba bien haber tenido líos con personas que me doblaban la edad, no estaba bien fingir ser quién no era para tratar de impresionar nadie. Sentía que mi reflejo reprobaba mis actos y bajaba la cabeza para no tener que decir nada hiriente.
Tras la última experiencia que me hizo decir basta, decidí que quería ser libre, estar sola, volver a empezar, sin nadie, sin lastres, sin prejuicios, sin un rumbo fijo, sin metas, sin prioridades, sin nada, empezar de cero, sola. Le pedía al destino en agosto que me dejase sola, no quería perder a más personas, no quería discutir más con nadie, no quería sentirme siempre la estúpida y mala de la película, no quería reprimir mi personalidad para agradar a nadie, no quería atarme a nadie, quería pasar unos meses sola, conociéndome, aprendiendo quién soy, qué quiero y sobretodo, me puse una condición, pasase lo que pasase, tuviese una mala racha, hiciese lo que hiciese, nunca volvería a verle ni a saber de él, no querría recordarme lo mal que lo pasé y el flaco favor que me hice al dar tantas oportunidades a alguien a quien no debí darle siquiera una segunda oportunidad.
En septiembre mis amigos me insistían para que conociese a gente, no quería abrirle mi corazón a nadie, estaba herida, sentía que mi orgullo quizás mataría varias amistades pero todo ello valía la pena con tal de demostrar que no soy menos que nadie, que nadie puede mentirme tan alegremente y que la persona que quisiera estar conmigo tendría que demostrarlo, nada de palabras, hechos únicamente.
Llegó el otoño y con él llego un mensaje de mi irónico amigo, el destino, >>Aquí tienes, una ración de deseos no pedidos<<. Llegaste tú a mi vida, como si de una perfecta casualidad se tratase, sin previo aviso, sin cortesías de por medio. Tú, simplemente tú. Enérgico, misterioso, dulce, romántico, atrevido, enigmático, insondable, recóndito, generoso, tierno, apasionado, delicado, tú.
Nuestros comienzos no fueron fáciles, alguna que otra persona de por medio, nos costaba un poco acoplarnos a la forma de ser del otro, pero había algo que nos unía cada día más, ese amor que estaba naciendo y que nos impedía separarnos.
Nunca he tenido dudas contigo, hemos luchado contra viento y marea para ser felices, a pesar de algunos comentarios que decían que no duraríamos nada, que me engañarías -por ser bisexual-, que tu ex volvería contigo y yo quedaría en un segundo plano. No me importó nada de aquello, sabía que esto era real, mágico, intenso, vivaz.
Quizás ya no crea en el amor como lo hacía cuando era una niña, es lo normal al fin y al cabo, las experiencias y el paso del tiempo nos cambian, pero hay algo que sí permanece. Mi sueño. El sueño de encontrar a una persona que me mire como si fuese una fantasía y a la que yo pueda mirar de la misma manera, que me imagine y me piense a cada minuto del día, que me admire y a la que pueda admirar, que me apoye y a quien pueda apoyar, que sea mi compañero, mi amigo, mi amor, aquel que camina a mi lado y no un paso delante o un paso detrás, aquel que crea en el mismo amor en que creo yo, aquel que me ame de manera incondicional, tal como yo le ame a él.
Cariño, te diré algo. Si repito constantemente que creo fielmente en el destino y en que todo ocurre por algo, es porque estoy maravillada de lo que ha tra
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